LA TRADICION DEL TAMBORIL

Orixe, 1927

        Evaristo el Tamborilero, ignoro su apellido, es un tipo vasco de los más característicos que hoy se encuentran. Alto, huesudo, magro, con una aldaba regular bajo su frente; de mirada fija, paso íntegro, presto oído y dócil alma. Su cuello parece forrado de pergamino, y su muñeca, nudoso tentáculo de haya que asoma a flor de tierra. En nuestra niñez le conocimos hombre ya maduro, y hoy, a pesar de los setenta que sobre él pesan, no acusa decadencia artística en su oficio de tamborilero.

        Su obsesión parece ser el ritmo, cuya idea está en él lejos de ser refleja; pero cuyo valor aprecia inconscientemente por naturaleza, por sentimiento y por tradición. El divino escritor, idólatra del ritmo, Platón, el de anchas espaldas, ha tenido, sin duda, predecesores, y tiene aún descendientes directos, los cuales no se extinguirán por lo menos mientras dure la tradición en el manejo del tamboril vasco. La tradición, sí: esa tradición que el lírico Iztueta lamentaba fuese desapareciendo ya en su tiempo; pero que todavía, por fortuna, se puede estudiar en algún tipo aislado como el que nos ocupa. Preciosas observaciones, que dejó apuntadas el autor de la descripción de las danzas de Guipúzcoa, se pueden comprobar aun hoy en el estilo del analfabeto Evaristo. Sobre todo, la de la antigüedad y preferencia del tamboril sobre la del chistu o flauta. No hay tocata ninguna, desde el paso de procesión hasta el zortziko, que no vaya de antemano señalada por tres o cuatro compases de golpe certero y desnudo de su        tambor que la anuncien infaliblemente. En el movimiento inicial que el chistulari imprime a su tambor entra sin esfuerzo su compañero el atabal una vez que lo percibe y a él se asocian los danzantes, primero mentalmente, para cuando oída la primera nota musical puedan, sin perder paso, ejecutar el ritmo marcado. Aun hoy, pues, adivinamos por solo el tamboril a chistularis como Evaristo la pieza que van a tocar.       

        Era una de aquellas tardes en que actuábamos de espectadores. A las atentas palabras de un amigo que nos saludaba debimos responder con alguna exclamación incongruente. Lo era para él, sin duda alguna, aunque en nosotros fue del todo obligada, y muy en consonancia con lo que estábamos oyendo. Aquella seguridad y templanza en el ritmo nos arrastraba con irresistible empeño, sin apenas parar mientes en la pieza musical. No era precisamente la exactitud rígida de un metrónomo; pero sí algo que teniéndola por base penetraba eficazmente en el corazón.

        Y aparecía mas de resalte e insistía en nuestros oídos con nueva fuerza cada vez que el chistu descansaba. En las frecuentes repeticiones a que se presta la ceremonia de formar las parejas de la cadena crecía y se avivaba nuestro entusiasmo. Aquellos acentos caían sobre nosotros como gota de rocío sobre la planta. La sequedad y firmeza de aquellos acompasados golpes pudieran argüir un consumado músico, una inteligente batuta. Eran dos hombres de aspecto humilde, sin noción teórica del rítmo; pero con un poso de tradición y de naturaleza, que más de un inteligencia envidiaría. Imaginaciones tranquilas, nervios en calma, naturalezas recias, especialmente talladas para el arte.

        Después de varias evoluciones y codas, en uno de esos silencios del chistu en que sólo queda el tamboril, ya para continuar el mismo ritmo, ya para cambiarlo, aquel hombre al parecer impasible, de aire de estatua, menea bruscamente su cabeza y dibuja en su rostro una mueca vivísima de displicencia. Había sido una distracción del atabalero, que no obedecía a tiempo a su director. Este, por medio de golpes marcados y potentes, le hizo entrar en su nuevo paso y movimiento. No en vano se contraría a un temperamento, y, sobre todo, a un temperamento rítmico. ¿Quién imaginará semejantes inquietudes en hombre de tan vulgar apariencia, disimuladas bajo tan modesta indumentaria? Era el ansia de restablecimiento, de nivelación, de reposo; era, por decirlo así, la inquietud por la quietud. Empezaba a navegar adormecido al vaivén de las olas, y el repentino turbión le había sacudido y despertado desagradablemente.

        Nuestro tamborilero es hombre que no entiende de escalas cromáticas ni de tonos muelles. Sin entender notas del papel, va reproduciendo de memoria los tonos firmes, las nobles piezas vascas que se han transmitido de abuelos a nietos. En nuestros días hay chistularis más elegantes, ejecutores de aligranas y travesuras, que están muy sobre la habilidad de Evaristo. Aquello será música y arte, séalo en buen hora; no música vasca pura y arte vasco tradicional. Chistularis premiados en concurso hemos visto que no tienen idea, ni mucho menos sentimiento de ese ritmo. Han relegado el tamboril a un término inmerecido, y el ritmo parece ser para ellos cosa secundaria. Interrupciones arbitrarias, cambios bruscos, calderones aparatosos... ¡qué adulteración! Bien se quejaba Iztueta, y se quejaría hoy, del olvido en que ha caído el empleo del tamboril. Recrea el ánimo por el contrario, el tropezar con individuos analfabetos de temple antiguo, perpetuadores de una tradición veneranda, despreciada algún tiempo, olvidada hoy, y lo que es más triste, no entendida.

        Ritmo es el arte, como producto de las plenas facultades del hombre; y esre ritmo fué el alma del arte en los grandes músicos, poetas, pintores, escultores, grandes maestros de todas las bellas artes. El ritmo es como la medida de nuestra vida. Ritmo acelerado, vida progresiva la del niño que empieza a caminar "non passibus aequis"; ritmo retardado, vida regresiva, la del anciano que en el lecho del dolor arranca profundos y desequidistantes resuellos; ritmo constante y seguro, vida perfecta la del hombre maduro y sano que mide su existencia con invariable medida. Ritmo era la antigua vida vasca, y como producto de esa plena vida, ritmo era la música vasca, la de los viejos cantares, la de los modestos chistularis.