LA ROMERIA DE SAN ANTONIO
DE MONDRAGON A URQUIOLA
(A mi querido amigo D. Antonio Arzác, con motivo de sus días)
Juan Carlos de Guerra
Euskal-Erria, 1889
!Egualdi ederra! Esta exclamación, pronunciada con todo el entusiasmo que inspira el gusto de comunicar una nueva deseada con vehemente impaciencia, nos despertó el día trece, cuando apenas habrían sonado las tres de la madrugada; día y hora en que esa misma exclamación se oyó ciertamente con igual placer en mil hogares bascongados, desde el Duranguesado al valle real de Léniz y desde los campos de Arratia a las anteiglesias de Aramayona. No nos había engañado el barómetro indicando buen tiempo, en medio de las lluvias de los días anteriores, con una constancia que a la par alentaba nuestra confianza y servía a los incrédulos para zaherirnos con punzantes sátiras, ante el contraste que con el estado atmosférico a la sazón ofrecía. Pudimos pues repetir en tono de victoria
Nocte pluit tota: redeunt spectacula mane
y reunirnos en la plaza de Mondragon nueve amigos, jinetes en sendos burros. Montaba yo uno famosísimo, el Bernardo, cuyo nombre es en la vega de Musacola más conocido y celebrado que los de Bucéfalo, Orelia, Babieca y Bayardo en las cónicas y romances caballerescos. En alegre caravana emprendimos la marcha con rumbo a Urquiola, al compás de un aire basco que ejecutaban marcialmente dos diestros chistularis, Ibán y José Antonio, acompañados de Julián, mi solicito y puntual asistente, en cuyas manos vibraba con rítmica armonía una resonante pandereta comprada ad hoc en las ferias de Vergara. Seguía a la cuadrilla el tres de viveres, a cargo del irremplazable cocinero de campaña Pericocho.
Fresca niebla, prenda segura de un hermoso dia, cubría los valles y acariciaba nuestro rostro. A la tibia luz de la aurora atravesamos Uríbarri y Garagarza, llegamos a Santa Agueda, donde, dejando la carretera, tomamos el monte, para cruzar aquellos agrestes desfiladeros que la naturaleza ha llenado de encantos y la fantasía popular ha poblado de hadas y lamias, convirtiéndolos en escena de poéticas leyendas. Empinada y penosa es la cuesta de Zabolain que viene luego; pero en su cumbre encontramos cumplidas recompensa. Habíamos dominado ya las nieblas; gozábamos de la luz del dia en toda su plenitud; y donde quiera que dirigiéramos la mirada se ofrecían a nuestros ojos las verdes laderas de las montañas surcadas de sendas, y las sendas llenas de romeros: los hombres con la makilla en una mano, al hombro el paraguas del que pende la maleta de provisiones; las mujeres llevan su cestita al brazo revelando en su traje el aseo y la compostura; las jóvenes lucen sus más vistosas galas; cubren su pecho con lindos pañuelos de seda, y anudada la saya a la cinturas, ostentan los variados colores de sus dobles faldas.
Es este el punto en que se unen las tres provincias bascongadas y allí, por opuestas vertientes, los romeros de diferentes comarcas se contemplan a larga distancia, a través de los barrancos que los separan, y desahogando la alegría que rebosa en su pecho, se saludan con un agudo y estridente ujú...jú... espectáculo conmovedor que tiene por teatro una de las regiones más quebradas y pintorescas del país, y en la cual moles inmensas de imponente grandiosidad, dibujando artisticos contornos en el espacio, traen a la memoria del viajero los sublimes paisajes de los Alpes, según expresión de un ilustrado escritor científico. Altiva y perfecta pirámide se eleva al centro la peña de Amboto, en cuyos cóncavos senos tiene su morada la célebre Dama, Doña Urraca de Castilla, condenada a expiar allí su licenciosa vida. A nuestra derecha se iza el Udalach que, con su base ceñida por las nieblas matinales, parece una arrogante nave flotando sobre las olas del mar; y un nido también al recuerdo de otro penitente legendario: Martín Abade, que recorre con sus perros la montaña en perpetua caceria. A nuestra izquierda las rocas de Ipiste semejan un castillo coronado de almenas puesto en aquel confin para defensa del suelo vizcaíno; por cuyas libertades derramó allí, y no en vano, su sangre generosa la heróica prole de Amándarro.
Gratamente entretenidos con tan soberbios panoramas, que a la vez recrean la vista y deleitan la imaginación, llegamos al puerto de Amboto-ondo, verde planicie tapizada de finísimo césped que se extiende entre las peñas de Ipiste (llamadas también Achin) y Amboto. Este puerto es el sitio estratégico a que concurren los romeros de distintas regiones que momentos antes por opuestos lados se contemplaban a distancia; y allí, formando diversos se vacían las maletas; se extienden blancos manteles sobre el campo; se compra vino en la rústica taberna establecida para este día en aquellas alturas y se saborean en amor y compañía las primeras provisiones: almuerzo suculento, sazonado por el buen humor y por un voraz apetito, condimentos ambos de valor inapreciable. Se encuentran conocidos de diferentes pueblos, se agregan nuevos e inesperados camaradas a la comitiva; refiéranse los lances de la equitación asnas; y el Bernardo y sus colegas, entregados a las delicias del pienso, descansan de sus fatigas; hasta que vuelven a sonar los chistus y la pandereta y, rodeados de numeroso séquito, reanudamos la marcha.
Atravesamos una estrecha senda sombrada por exuberante follaje; entramos en un camino despejado y nuestra vista se explaya por la extensa llanura que ante ella aparece. En primer término se destaca Olaeta, con sus casas ocultas entre frondosos árboles; y, allá en el extremos meridonal de la vega, la villa de los herreros cantados por Vicente de Arana, Ochandiano, que a su vez ha dado a la patria Euskara un elegíaco cantos de sus gloriosas ruinas, el laureado Felipe de Arrese. La vista salta por cima de los collados que limitan esta vega y alcanza las extensas llanadas alabesas, donde se cumbra la ciudad de Vitoria con sus tres torres principales y las aldeas sin cuento que la rodean. Véase luego una encadenada serie de montañas, y en el último extremo, las peñas castellanas de Pancorbo. Más hacia la derecha el Gorbea ocultaba su nevada cumbre entre las nubes; y la zona minera de Somorrostro, los picos de Serantes y el mar Cantábrico permanecían cubiertos por las brumas del Norte.
Sigue a este camino la rápida pendiente de Asunza, con sus añosas hayas de ancha copa y descubiertas raices; al pié de ella una pradera cuyo color envidiaría la esmeralda y un fresco manantial. Termina la pradera en una loma prolongada, última cresta que nos queda por dominar. ¡Arrerá mutillak! que al llegar a su cúspide avistamos ya Urquiola. Trepamos la colina, ganamos su cima y, a vista de pájaro, contemplamos el venerado Santuario y en su derredor, un inmenso hormiguero humano, abigarrado conjunto cortado a trechos por largos trozos de blanca lona; parece que un ejército ha acampado en Urquiola. Por todos los extensos contornos que la vista abarca desfilan nuevas huestes en dirección a aquel campamento: huestes pacíficas de inofensivos romeros; campamento dichoso en el que solo imperan la piedad y la alegría. ¡Que hermosa perspectiva! Los ojos se van tras ella y los pies quisieran correr tanto como los ojos; asi es que, por la cuesta abajo, se lanza la juventud ébria de entusiasmo. Saltan, brincan y cantan las neskatillas y asidas de las manos desciendes en rápida carrera... seguimos embelesados sus huellas; ya se oye la campana de San Antonio, y nos vamos acercando; ya se conocen más distintamente los objetos; ya se perciben tambien los acordes de las dulzainas y tambores... cuatro pasos más y estamos en Urquiola.
El reloj señala las nueve y media, cuando hemos llegado al término de nuestro viaje.
La animación, la vida y la alegría palpitan en aquella muchedumbre de hombres y mujeres de todas edades. Nadie se ocupa de dar descanso a sus piernas, sujetas por tantas horas a continuo ejercicio; lo primero es visitar al Santo, dedicarle fervientes preces, y mientras no se llena este deber no hay paz para las conciencias, ni se disfruta de los goces que la fiesta ofrece. La entrada de la ermita es punto menos que inaccesible, los espaciosos pórticos apenas pueden contener la gente que por ellos circula; a duras penas conseguimos llegar gasta el dintel del sagrado recinto y entonces nos cuesta indecibles trabajos el trasponerlo. La ancha nave de la ermita es sobrado mezquina para la multitud de gentes que acude ante San Antonio; y, en medio de tanta aglomeración que obliga a los fieles a encaramarse sobre las puertas y sobre los confesonarios, es notable el orden que se observa y la reverente actitud que todos guardan durante la misa. Nada más grato al alma del creyente que después de haber admirado por largo espacio las maravillas de la creación, llena de gratitud hacia el Supremo Hacedor, contempla entonces la fe y la piedad inquebrantables de un pueblo noble y laborioso que comparte su existencia entre la religion y el trabajo.
Renuévase al finar la misa el devoto concurso; en apretada columna pasan los romeros a adorar la reliquia del Santo en las gradas del presbiterio; el sacristán recorre sin cesar la iglesia con la atabaca cargada de perros grandes y chicos entre los que reluce el disco de algunas pesetas. Muchas familias formando pequeños grupos rezan a media voz el Rosario; y mientras en un corro recitan la Avemarías en otro corean la letanía. A mi lado oí terminarla, a una caserita bicaina con el Gratiam team quesumus, inclusive, pronunciado con correccion sorprendente en lábios femeniles.
Se agrupaban en coro los cantores en torno del armonio y un repique general de campanas llamaba a misa mayor cuando salimos del templo. En aquel momento era tan sofocante el ambiente que, victima de repentino síncope, cayó en tierra un jóven. A pesar de todo, algunos fieles que habían ya hecho su visita al Santo volvieron a la ermita para asistir a la fusión solemne y escuchar el panegirico del glorioso paduano.
De la iglesia se dirigen los romeros a la casa cural a encargar misas y dejar limosnas: unas fruto espontáneo de la devocion; otras cumplimiento de promesas que hicieran en algun apurado trace, pues sabido es que, abogado de enfermos y menesterosos, y confidente en los más íntimos azares de la vida, es el humilde Antonio uno de los Santos de la corte celestial cuya proteccion se invoca con más confianza acá en la tierra. Estos rendimientos son grandes, según algunos datos que podíamos apuntar si no temiéramos profanar con el prosaísmo de los números materia tan levantada. Bástenos repetir que, según frase proverbial, San Antonio de Urquiola es "el mayorazgo más rico de Bizcaya".
Veamos ahora lo que ocurre fuera del santuario. Aquel gran campamento que antes contemplamos a distancia, ha llegado a los momentos de mayor animación y movimiento. Alrededor de la ermita ocupan primer lugar las tiendas de aperos de labranza, entre las cuales se encuentra alguna modesta quincalla de artículos de a real la pieza; sobresalen entre estos últimos los cronos son efigies de santos, únicos que tienen aceptación en este público, a diferencia de otros que con tanto éxito se expenden en las capitales y que aquí felizmente orillas por su ausencia. En segundo término está libre el espacio para los amantes de Terpsícore, resonando si cesar los más variados instrumentos, desde el chistu de antiguo abolengo basco has la guitarra de moruna cepa y desde el histórico tambor al novísimo acordeón.
Lo apacible del día, en que el sol oculta tras la nubes el ardor de sus rayos, convida al baile y la juventud nunca rehusa esta invitación. Los viejos entre tanto miran con fruición la florida lozanía de sus hijos, gozan en su solaz, conciertan acaso algunos enlaces; hablan del estado de sus campos y sus cosechas y pasan minuciosa y prolija revista a las tiendas para comprar el un una azada, el otro una guadaña o unas piezas de cuero para abarcas. A la zona corográfica sigue otra que pudiéramos llamar de la bucólica. Bajo toldos de lona se entiendes largas mesas, cubiertas de bancos manteles, con bancos jamás vacíos de comensales a entrambos lados. Bullen las ollas en medio del campo murmullos consoladores para un estómago desfallecido; y donde quiera se tropieza con una improvisada cocina: una hoguera rodeada de pucheros y cubierta por enorme caldero que se alza sobre ella pendiente de tres palos. Recorre los comedores dando la alborada un tamborilero, que ejecuta con afinación el Iru damacho y algunos zortzikos de Iparraguirre. Después el extenso campo de Urquiola sirve a la vez de mesa y silla, de cocina y comedor a la multitud de gentes que, formando pintorescos grupos, al arrimo de las hayas, comparten, bajo la bendición del cielo, el pan nuestro de cada dia.
Los acordes de los instrumentos músicos con el zumbido de la muchedumbre en conversación incesan ; los cantos de los versolaris y los gritos y algazara de la juventud prestan singular carácter y animación a este cuadro, sirviendo de contraste, para que el relieve sea más perfecto, un enjambre de ciegos, mudos y tullidos, triste certamen de desheredados de la fortuna que parece reunido por sarcasmo allí donde reina el placer y la alegría. Mas reina también el espíritu de caridad, y las instancias de los pobres no quedan desatendidas. Por fin, tiene también este cuadro su correspondiente marco en el lindito paisaje que circunda Urquiola, cortado de Norte a Este por las abroptas peñas de Mañaria, entre las que se divisa a trechos la vega de Durango.
A las doce del mediodia ¡hora sonabit! Nos reunimos sentados sobre la verde alfombra en torno de una humeante y espléndida cazuela, que podía sin hipérbole compararse a la plaza taurina de Mondragón. A la caliente sopa y los dorados y codiciados huevos que le servia de ilustración siguieron sabrosos fiambres; a los fiambres los postres, en los que uno de los expedicionarios, tocayo del autor de La Araucana, hizo verdaderos estragos y a los postres, el café con su plus. Deslizáronse así dos horas como dos minutos, y levantamos nuestros reales emprendiendo el regreso a los ecos de los chistus y la pandereta, entre manifestaciones de franca y jovial simpatía.
Nos despedimos pues de San Antonio de Urquiola hasta el año que viene y, cruzando las mismas sendas y veredas que a la mañana, precedidos de numerosos romeros y seguidos de muchos más, llegamos en animado diálogo a la pradera del fresco manantial, y subimos la cuesta de Asunza para hacer alto ene l puerto de Amboto-ondo, la verde y esplendorosa planicie en que nos habíamos detenido a la madrugada. Parecía ahora al llegar a ella asomábamos a un balcón suspendido del espacio para contemplar las montañas de Guipúzcoa. Se habría al frente un vastísimo horizonte que limitaban a nuestra izquierda el cerro de Oiz, en el centro la peña de Izarraitz, de la que toman nombre Az-coitia y Az-peitia situadas a su pié; y la de Aya, sobre Irán, llamada por los franceses las tres coronas; a nuestra derecha la sierra de Aralar, San Miguel de Excelsis (Nabarra) y el gigante entre los montes euskaldunas, Aitzgorri. Entre estos dilatados confines se perdía la vista en el revuelto piélago de cien eminencias separadas por profundos barrancos, que acreditan la exactitud con que se ha llamado a nuestra provincia Egi-putzua, pozo de montañas. Los efectos de la luz que producían las nubes sumiendo en las sombras unas comarcas mientras en otras brillaba el sol, daban singulares tonos al paisaje, formando un conjunto difícil de imaginar.
En Amboto-ondo, antes de separarse guipuzcoanos, bizcainos y alabeses, se verifica la última etapa de la romería y allí donde a la mañanita se hizo el almuerzo y se unieron los romeros de distintas comarcas, a la tarde se hace la merienda y se despiden amigos.
Mientras preparábamos nuestras viandas, improvisado el hogar bajo un árbol cuyo hueco tronco servía de chimenea, presentóse una blanca neblina que fue adquiriendo cuerpo rapidamente, cubrió en breve el Amboto y el Achin, nos cerró el balcón suspendido del espacio y, envueltos en su tupido manto, los que momentos antes alcanzábamos las fronteras de Francia apenas nos veíamos ya los unos a los otros a cuatro pasos de distancia. Parecía evocada por la Dama Doña Urraca, a fin de ocultar a nuestras miradas su solitario asilo. Desvaneciese poco a poco y reducida a cubrir las vecinas peñas y los barrancos contiguos al puerto, cuando terminamos la merienda, ofrecía la pradera el aspecto de una región ideal asentada sobre las nubes. Y, así como en las teogonías mitológicas surgió de la espuma del mar la más hermosa Diosa del Olimpo, surgieron a nuestra vista en entre la blanca niebla de las montañas las más preciosas hijas de la Euskalerria. Saludaron nuestros músicos su aparicion, preludiando alegres y airosos bailables bascos ¿quién era entonces capaz de oir con pié quieto los acordes de los chistus y la pandereta? Sus agudos arpegios y sus rítmicas cadencias nos decían con el ilustre poeta francés
"Dansez, chantez, formez vos choeurs,
Jeunes hommes et jeunes femmes !
L´amour est la santé des curs,
La joie est la santé des ámes "
!Ay, sabia Dama Doña Urraca ! ¡Con cuánta previsión te has ocultando entre las nieblas para no ver el espectáculo que, irradiando dicha y felicidad, rompe hoy el silencio de tus dominios! A presenciarlo, hubieras sufrido, con el acerbo aguijón de la envidia, tan solo en una hora más que en los siete siglos de expiación que cuanta ya tu penitencia.
Serían las seis de la tarde cuando concluyó el baile y se disolvió el concurso, descendiendo por opuestas vertientes alabeses y bizcainos. Los guipuzcoanos seguimos la ruta conocida en larga, interminable cadena de romeros: padres e hijos, hermanos y hermanas, vecinos y parientes todos van unidos en amistoso coloquio. Al pasar cerca de la piedra Ipiste, un viejo casero me refiere la historia de los hijos de Amándarro; y con el mismo placer con que se ve comprobado por la experiencia un cálculo cientifíco, veo en su relato confirmada por la tradición la opinión que había formado al reconocer de visu dicha piedra, de que no era un hito o mojón jurisdiccional, como creyó Iturriza, sino una lápida sepulcral, como sostuvo, a mi juicio acertadamente, en uno de sus últimos trabajos, el Cronista cuya pérdida llora todavía el Señorío bizcaino. No ofrece la lápida inscripción alguna; pero campea en ella con expresivo silencio el signo de la redención escupido en esta forma:
Al anochecer llegamos a Santa Águeda; y allí se formo de nuevo la cablgata; monté el Bernardo (pues había hecho a pié la vuelta de Urquiola, como también parte de la ida) y al trote asnal curzamos Garagarza, cuando en su esbelta torre daban las campanas el toque del "Ángelus" y pasamos por Uribarri bajo las sombras nocturnas oyendo resonar el último ujujú que repercutía de monte en monte y que sentiremos repercutir en nuestro corazón entre las más puras e indelebles impresiones de la vida. A las nueve entramos en Mondragón, donde nos aguardaban las demostraciones de la amistad y las dulces afecciones de la familia.
Mondragón, Junio de 1889