A LOYOLA, A LOYOLA
Marzelino Soroa, 1894
Entramos en plenas Pascuas.
Epoca risueña y llena de atractivos que sin participar de las violentas y agitadas emociones de carnestolendas, ni de las severas reflexiones que nos inspira el respetuoso período de cuarenta y seis días que a ellas sucede, nos brinda con un mundo lleno de encantos y delicias.
El campo, en señal de regocijo, se cubre de verde alfombra, los árboles se engalanan, los juguetones pajarillos se dan prisa a construir en ellos sus amorosas viviendas; el astro del día se muestra más atento y complaciente menudeando sus visitas, y entran a hacer coro en tan armónico concierto los grillos y las ranas, esos modestos músicos de afición que hieren dulcemente nuestros delicados oídos con sus monótonos sonidos guturales y alados, llegando en su modestia al extremo de callarse cuando se aperciben de que alguien se aproxima a escucharles y admirarles ( o atraparles), llegando en tan bello conjunto a ocupar dignamente su puesto el grave y paciente orejudo paquidermo, lanzando al aire sus melodiosos trinos
plantas, aves,
flores, fuentes,
ranas, grillos
y mil seres
cantan, bendicen y saludan a la espléndida primavera.
Y comienza la casi no interrumpida serie de las populares y clásicas romerías con sus aurrescus y ariñ-ariñes animando estos deliciosos e incomparables contornos.
Sin embargo, de todas ellas, la que más satisfacciones parece que nos proporciona, es la de Pascua de Resurrección.
La primera, por ser la ídem romería y por el contraste que forma con la semana que acaba de transcurrir. Así como que uno respira a doble pulmón y se dilatan las cavidades torácicas e intestinales.
En segundo lugar, porque vemos en ella la soca-muturra que arrastrará tras sí todas las demás.
Y tercera razón, porque es el reverso de la medalla de la romería del Rosario, es decir, aquella es la vida que viene, y esta, la vida que va.
Como la primavera y el otoño, que ambos tienen poesía, pero mientras la primavera refresca la imaginación y vigoriza el ánimo, el segundo nos comunica cierta dulce melancolía que tiene puntos de contacto con el primer grado de nostalgia.
Y son las tres de la tarde.
Y la gente afluye al puente en apiñados grupos.
Rubicundo Febo hace los honores de la casa con su característica amabilidad.
Larga fila de carruajes se destaca por la Avenida.
Diligentes aurigas improvisan un concurso musical, haciendo gala de su voz al grito de: "A Loyola, a Loyola, a dos reales".
Las constelaciones artísticas de primera magnitud van al Real.
Los automedónticos concursistas al aire libre aspiran a dos reales.
O a la peseta.
Sin perjuicio de algun gallo.
Sin arroz.
Y un mundo de gente se disputa las plazas.
Las plazas de aquellos vehículos.
Y al poco tiempo, la verdadera plza del olvidado barrio de Loyola, queda inundada.
No por la ría (que también esto acontece a veces), sino por los productos que se descargan de los ómnibus y carretelas.
Y coche por aquí y coche por allí... ¡cuantum mutatus ab illo!
En otro tiempo, si había buena sidra en Hernani, alguna novillada en Oyarzun, o un partido de pelota en Tolosa, se recorría la mitad del camino a pié y la otra mitad andando.
¿Pero hoy día?
Hasta para ir a casarse de casa a la iglesia se toma un carruaje.
O dos o tres: según la comitiva.
Como si uno fuera conducido a la fuerza.
Pero volvamos a la plaza, cuyos balcones, es decir, los balcones de las casas que constituyen la plaza, nos presentan numerosos ramilletes de bellas easonenses.
Y amenazan un derrumbamiento.
Los balcones.
Que no sería el primero.
A cada momento uno tropiza con sartenes y parrillas.
¡Qué variedad de olores!
Desde el proverbial chorizo que vuelve a hacer su exhibición después del día de Santo Tomás, que no es de Aquino, sino de Aquí-si, hasta la inocente víctima obligada de estos días, todo abarca la escala culinaria, como merluza frita, guisada, bocartas, tortillas, sangurrus, lapas, carraquelas, lampernas (vulgo percebes), en fin, un menú sin retórica.
Sin esa jerga de allende, pero más sabroso y sustancioso.
Que es lo más positivo.
Infinidad de familias mas o menos venturosas se esparcen por las riberas o se deciden por las ascensiones un tanto penosas cubriendo las alturas.
Do quiera se oyen esos ingratos instrumentos de inverosímil nombre y que sustituyen desventajosamente al patriarcal shashsi-damboliñ.
Me desconsuela el prurito de andar en coche.
Me desconsuela la adopción de esos inarmónicos chismes que se estiran y se encogen.
Y me desconsuela la preferencia que muchos dan al jugo del lúpulo sobre el zumo de la manzana.
Las razas degeneran...
Pero sigue el bullicio y bailoteo.
Unas robustas mozas gritan errosquillac.
Las rosquillas son de Acibar.
Digo de Alcibar, barrio de Oyarzun.
Sobre el verde mantel ruedan las botellas de cizarra y mosto.
Don Rubicundo Febo que ha debido trincar de lo lindo, muestra mayores mofletes con colores encendidos en la despedida, digo, en la cara.
La noche empieza a extender su negro manto.
Los habitantes de las alturas descienden de sus empinadas crestas.
Por aquí unos fogosos jóvenes que con centuplicada fuerza bajan en veloz carrera, acariciando a su paso todo lo que encuentran a mano.
Allí una solitaria, melancólica y amorosa pareja.
Acullá un matrimonio... aburrido.
Y más allá un respetable anciano que mira con solicitud dónde pisan sus adorados nietecitos.
El campo de batalla sembrado de cadáveres.
Osificado.
después... la calma, la oscuridad y el silencio sólo interrumpido por la lejana campana del convento del Refugio, que nos llama a la oración.